Cuando el modelo no alcanza para explicar el sufrimiento
⏱️ Tiempo de lectura: 8 minutos | 🧠 Para: Terapeutas que acompañan personas con tratamiento psicofarmacológico
Una incomodidad clínica que no siempre se dice en voz alta
En las reuniones clínicas, en los pasillos del hospital, en supervisiones entre colegas... cada tanto aparece una frase que interrumpe la lógica dominante:
“Esto que le pasa no se entiende desde el diagnóstico.”
“No parece una depresión, es otra cosa.”
“Siento que algo se está perdiendo entre tanta medicación y tanto protocolo.”
Son comentarios breves, casi susurrados, que no siempre se profundizan. Pero detrás de ellos hay una incomodidad creciente: el modelo biomédico con el que intentamos explicar el sufrimiento psíquico ya no alcanza para muchas personas.
Este artículo no busca reemplazar un modelo por otro. Tampoco pretende negar los avances de la medicina. Lo que propone es una reflexión honesta: ¿qué implicancias tiene seguir pensando el sufrimiento exclusivamente como un problema médico, cuando incluso dentro de la propia psiquiatría hay voces que piden revisar ese paradigma?
El modelo biomédico: promesas incumplidas, límites actuales
Durante décadas, el modelo biomédico ha sido la narrativa dominante para comprender el sufrimiento psíquico. Bajo esta lógica, los síntomas emocionales o conductuales serían el resultado de alteraciones biológicas subyacentes —desequilibrios neuroquímicos, disfunciones cerebrales, genética— que pueden ser diagnosticadas, categorizadas y tratadas como cualquier otra enfermedad médica.
Este enfoque ofrecía claridad, legitimidad y una promesa concreta: si identificamos la causa biológica, podremos encontrar un tratamiento eficaz.
Pero esa promesa no se ha cumplido.
A pesar del aumento en diagnósticos, prescripciones y dispositivos clínicos, los indicadores de sufrimiento subjetivo no han disminuido. En muchas partes del mundo, los niveles de angustia, ansiedad, suicidio y consumo problemático de sustancias siguen en ascenso. Cada vez más personas reciben etiquetas diagnósticas, pero no necesariamente encuentran alivio, sentido o acompañamiento adecuado.
El modelo que debía resolver el problema parece, en algunos casos, ampliarlo.
A esto se suma una crítica que ya no viene solo de “afuera” de la medicina. Muchos de los cuestionamientos provienen de psiquiatras, investigadores y profesionales de la salud que reconocen los límites explicativos y terapéuticos de este paradigma. Señalan que:
No existen biomarcadores confiables para los llamados trastornos mentales.
Las teorías como la del “desequilibrio químico” carecen de sustento empírico.
Las tasas de recuperación funcional no han mejorado a pesar del avance farmacológico.
La medicalización excesiva ha desplazado intervenciones sociales, vinculares y comunitarias necesarias.
Lo que alguna vez pareció una respuesta clara, hoy se percibe como un lenguaje que encierra más de lo que aclara.
Diagnóstico, lenguaje y realidades invisibles: ¿cómo nombra el modelo lo que no puede comprender?
El lenguaje nunca es neutro.
"Trastorno."
"Patología."
"Disfunción."
"Síntoma."
Estas palabras son comunes en informes, protocolos y conversaciones clínicas. Pero no son inocuas.
Cuando usamos un lenguaje tomado del modelo médico, no solo describimos. También interpretamos. También delimitamos.
Nombrar el sufrimiento como "trastorno" no es lo mismo que nombrarlo como "respuesta".
Llamarlo "disfunción" no es lo mismo que llamarlo "apelación al cambio".
Desde la psicología, cada vez más voces señalan que este lenguaje instala supuestos sin demostrarlos. Supone que lo que la persona vive se origina en un mal funcionamiento cerebral, sin ofrecer evidencia concluyente de ello.
Y ese modo de nombrar condiciona cómo se comprende, cómo se trata y cómo se vive el sufrimiento.
¿Y si no fuera una enfermedad?
Una parte creciente del campo clínico —incluyendo a psiquiatras— ha comenzado a preguntarse si llamar "enfermedad" a lo que muchas personas experimentan no está oscureciendo más que aclarando.
¿Qué pasa si lo que alguien siente no es signo de una alteración interna, sino una respuesta comprensible a experiencias externas difíciles?
En lugar de patologizar la tristeza, la ansiedad o la desesperanza, muchas perspectivas proponen verlas como reacciones humanas al trauma, la exclusión, la violencia o el duelo.
No todo lo que duele es un síntoma.
No todo lo que desconcierta es un diagnóstico.
Y aunque esto puede parecer una discusión semántica, tiene consecuencias clínicas profundas. Porque las palabras que usamos para explicar el sufrimiento son las que la persona usará después para explicarse a sí misma.
Lo que el lenguaje puede abrir (o cerrar)
El lenguaje configura marcos de acción. Si se trata de una enfermedad, la acción indicada es la corrección. Si se trata de un sufrimiento social, la acción posible es la transformación.
Cuando usamos el mismo vocabulario del modelo biomédico sin cuestionarlo, contribuimos —a veces sin querer— a sostener un modelo que:
Convierte malestares complejos en categorías estáticas.
Borra la dimensión social y relacional del sufrimiento.
Reafirma la idea de que la única salida posible es farmacológica.
Por eso, en lugar de "trastorno depresivo mayor", podemos decir "una experiencia de tristeza sostenida, que está pidiendo algo".
En lugar de "síntoma de ansiedad generalizada", podemos decir "un estado de alerta que quizá tuvo sentido en algún momento, pero ahora agota".
No se trata de evitar toda palabra médica. Se trata de no rendirle pleitesía clínica a un lenguaje que fue construido con otros fines.
¿Qué pierde la persona cuando el malestar se convierte en diagnóstico?
Ponerle nombre al sufrimiento puede ser un alivio. Ofrece una explicación, una narrativa, una comunidad. Para algunas personas, recibir un diagnóstico fue el primer paso para entender que no estaban solas.
Pero también puede ser una pérdida.
Cuando el diagnóstico reemplaza a la historia, la persona empieza a verse a sí misma como portadora de un trastorno, no como alguien que ha vivido ciertas cosas, que ha atravesado ciertas heridas, que está respondiendo con los recursos que tuvo.
La depresión ya no es tristeza. Es un "cuadro".
La ansiedad deja de ser una señal de alerta. Es un "trastorno crónico".
En ese desplazamiento, algo se desvanece: la singularidad, el contexto y la agencia.
El poder de una etiqueta (y su sombra)
Los diagnósticos psiquiátricos no se basan en biomarcadores ni en pruebas objetivas. Se asignan a partir de síntomas observables y reportes subjetivos. Sin embargo, en la práctica cotidiana, se los trata como si fueran entidades fijas y comprobables.
Esto puede generar:
Efectos nocebos: la expectativa de cronicidad puede empeorar el pronóstico.
Identificaciones rígidas: la persona empieza a hablarse en términos diagnósticos (“porque soy bipolar”, “porque tengo borderline”).
Tratamientos estandarizados: centrados en la etiqueta más que en la vivencia.
Cuando el diagnóstico deja de ser una herramienta para organizar la información y se convierte en una identidad clínica, corre el riesgo de limitar más que de orientar.
Una práctica respetuosa: nombrar sin encerrar
Como terapeutas, podemos encontrar una posición distinta:
Escuchar lo que duele sin necesidad de categorizarlo de inmediato.
Acompañar a nombrar lo que pasa sin reducirlo a una fórmula.
Reconocer que muchas veces lo que llamamos “síntoma” fue una solución precaria ante una situación intolerable.
Podemos preguntar: “¿Qué sentido tuvo esto en tu historia?” antes de afirmar: “Tienes tal cosa”.
No se trata de negar el valor que algunos diagnósticos pueden tener. Se trata de preguntarse qué abren y qué cierran. Qué alivian y qué fijan. Qué hacen posible —y qué impiden.
Cuando el modelo médico desorienta más que orienta
Acompañamos a personas que sufren. Y el sufrimiento es complejo: tiene historia, cuerpo, vínculos, contexto. Sin embargo, en muchos servicios de salud mental, la primera (y a veces única) respuesta sigue siendo médica.
No siempre porque los profesionales crean en ese modelo, sino porque es lo que el sistema permite: una consulta de 20 minutos, un diagnóstico codificado, una prescripción rápida.
Pero ¿qué ocurre cuando esa respuesta no alivia?
¿Qué pasa cuando el consultante empieza a dudar si su problema es “químico” o existencial, si necesita más fármaco o más palabras?
👎 Creencia común: El diagnóstico psiquiátrico orienta el tratamiento y facilita el alivio.
👍 Evidencia actual: Las categorías diagnósticas no predicen con precisión ni el pronóstico ni la respuesta al tratamiento. A menudo generan falsas expectativas o etiquetan experiencias diversas bajo una misma fórmula.
En lugar de decir: “Tienes trastorno de ansiedad generalizada, por eso te sientes así.”
Prueba esto: “Muchas personas se sienten desbordadas cuando han tenido que sostener demasiado solas por mucho tiempo. ¿Qué ha estado pasando últimamente?”
Repensar el lugar del terapeuta
No necesitamos ser expertos en neuroquímica para acompañar con solidez. Tampoco hace falta repetir discursos que no compartimos. Nuestro valor clínico no está en confirmar un diagnóstico, sino en abrir preguntas que devuelvan sentido y agencia.
Podemos ofrecer una práctica que no niegue el sufrimiento ni lo reduzca. Una clínica que no clasifica, sino que escucha con cuidado. Que reconoce el dolor, pero no lo encierra.
Una clínica que, en lugar de preguntar “¿Qué tienes?”, se anima a preguntar:
“¿Qué te pasó?”
“¿Cómo estás sosteniendo esto?”
“¿Qué haría más habitable tu vida ahora?”
Preguntas para reflexionar
¿Qué hago cuando un consultante llega con un diagnóstico que parece definirlo todo?
¿De qué manera traduzco o cuestiono ese diagnóstico sin desautorizar ni invalidar?
¿Estoy usando etiquetas para comprender o para calmar mi propia incertidumbre?
Para profundizar
💡 En la próxima edición
Vamos a explorar por qué es importante que los terapeutas elijan con cuidado el lenguaje clínico que usan al hablar de psicofármacos, y cómo algunas distinciones clave pueden ayudarnos a acompañar con mayor claridad, respeto y precisión.
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